Una de las inquietudes que tengo como escritora de literatura infantil y juvenil –tal vez la más grande- es la de ofrecer a los jóvenes lectores textos que reflejen la riqueza de la tradición cultural y literaria.
Por mi propia experiencia de lectora infantil estoy convencida que el juego es el uno de los mejores vehículos para el aprendizaje, pues lo que se aprende de manera lúdica queda para siempre formando parte de nuestra experiencia afectiva y tiende puentes hacia futuros aprendizajes deleitables.
Por esa misma experiencia de niña lectora sé que cuando un libro es abordado como una aventura personal, como un reto a conquistar, a vencer, quien lee se involucra de manera integral y experimenta un crecimiento espiritual, intelectual y afectivo. Vuelve inmanente lo trascendente, aquello que está en el libro: la trama, la dificultad, la belleza, las características de los personajes, la pasión de los héroes, se convierten en recuerdos del lector, en experiencia vivida, en aventura experimentada en y a través de un libro.
Una aventura lectora apetece otra. Una aventura mejor, más intensa, más larga, más difícil y misteriosa que la precedente. Esta niña lectora que fui se encontró en aquel libro, se aventuró, se miró y se gustó en él y al terminar, halló que había cambiado, que había crecido, que necesitaba aventurarse, mirarse de nuevo en otro libro que le proporcionara el mismo sabor. El sabor del crecimiento, el sabor de la transformación.
Esta niña lectora quería un libro que no terminara nunca. Y como suele ocurrir, encontró lo que quería: Las Mil y una Noches y su técnica narrativa alucinante, sus cuentos dentro de los cuentos, su narrador que cede el paso a la narradora, Scherezada, una princesa que depende de lo interesante que sea su cuento para conservar su vida. Una narradora que suspende la acción en el punto más álgido, en el más interesante, para que su verdugo, que es al mismo tiempo su esposo y su audiencia, le conceda una noche más.
Pues esta niña lectora descubrió que el libro no se acababa nunca, que era imposible agotar las mil noches porque en una de ellas Scherezada empieza a contar su propia historia y todo vuelve a comenzar, porque la geografía imaginada podía continuarse en la geografía real de los países de Oriente, porque Bagdad sigue estando en Irak y el emir de los creyentes, Haroun Al-Raschid fue un personaje histórico, que también amaba los buenos cuentos.
Con este recuerdo quise escribir un libro para niños que no terminara nunca. Que fuera un regalo, un juego y un deleite. Que como los regalos, se presentara en una o en varias cajas, que estuviera envuelto en papel. Que llegara de sorpresa. Que entregara a los niños como un presente magnífico, un regalo de reina de Saba, la aproximación a las grandes culturas orientales.
Por mi propia experiencia de lectora infantil estoy convencida que el juego es el uno de los mejores vehículos para el aprendizaje, pues lo que se aprende de manera lúdica queda para siempre formando parte de nuestra experiencia afectiva y tiende puentes hacia futuros aprendizajes deleitables.
Por esa misma experiencia de niña lectora sé que cuando un libro es abordado como una aventura personal, como un reto a conquistar, a vencer, quien lee se involucra de manera integral y experimenta un crecimiento espiritual, intelectual y afectivo. Vuelve inmanente lo trascendente, aquello que está en el libro: la trama, la dificultad, la belleza, las características de los personajes, la pasión de los héroes, se convierten en recuerdos del lector, en experiencia vivida, en aventura experimentada en y a través de un libro.
Una aventura lectora apetece otra. Una aventura mejor, más intensa, más larga, más difícil y misteriosa que la precedente. Esta niña lectora que fui se encontró en aquel libro, se aventuró, se miró y se gustó en él y al terminar, halló que había cambiado, que había crecido, que necesitaba aventurarse, mirarse de nuevo en otro libro que le proporcionara el mismo sabor. El sabor del crecimiento, el sabor de la transformación.
Esta niña lectora quería un libro que no terminara nunca. Y como suele ocurrir, encontró lo que quería: Las Mil y una Noches y su técnica narrativa alucinante, sus cuentos dentro de los cuentos, su narrador que cede el paso a la narradora, Scherezada, una princesa que depende de lo interesante que sea su cuento para conservar su vida. Una narradora que suspende la acción en el punto más álgido, en el más interesante, para que su verdugo, que es al mismo tiempo su esposo y su audiencia, le conceda una noche más.
Pues esta niña lectora descubrió que el libro no se acababa nunca, que era imposible agotar las mil noches porque en una de ellas Scherezada empieza a contar su propia historia y todo vuelve a comenzar, porque la geografía imaginada podía continuarse en la geografía real de los países de Oriente, porque Bagdad sigue estando en Irak y el emir de los creyentes, Haroun Al-Raschid fue un personaje histórico, que también amaba los buenos cuentos.
Con este recuerdo quise escribir un libro para niños que no terminara nunca. Que fuera un regalo, un juego y un deleite. Que como los regalos, se presentara en una o en varias cajas, que estuviera envuelto en papel. Que llegara de sorpresa. Que entregara a los niños como un presente magnífico, un regalo de reina de Saba, la aproximación a las grandes culturas orientales.
En Oriente, dice Jorge Luis Borges, existe la idea de que un libro no debe revelar las cosas, sino ayudar a descubrirlas. El libro que quise escribir debería estar envuelto en un simbólico velo, en un especial tipo de papel que sin ser totalmente traslúcido anticipa los descubrimientos: el papel de China. El libro que quise escribir debía ayudar a los niños lectores a descubrir, a asomarse a lo inagotable. Tres mil años de historia egipcia, cinco mil años de historia china, la India incesante. Y además, el libro que quise escribir tendría que ser tan flexible y esencial que pudiera convertirse en narrativa oral. Contarse, recrearse de boca en boca, adaptarse a diferentes edades, desprenderse de la letra y volver a su condición de sueño.
Surgió así un libro que escribí en un jardín (¿no son los árboles y sus hojas los hermanos naturales del libro, ese objeto cultural?) y que titulé Las Cajas de China. Cajas porque encierran no un regalo, sino varios, incontables porque su número cambia con cada lector. (Idealmente cada quien escoge y encuentra sus regalos en este libro). Están envueltas en papel de China y son siete: una dentro de la otra.
Cajas dentro de cajas, cuentos dentro de cuentos. Una técnica literaria antiquísima y efectiva y un ingenioso juego de cajas que además es enviado como regalo al niño protagonista –que es por supuesto el niño lector- por un personaje a la vez entrañable y extrañado: un tío aventurero, viajero por el mundo, que desde los países más lejanos y exóticos no deja de pensar en el sobrino para compartir su aventura.
Envueltas y brillantes con la magia del regalo exótico llegan las siete cajas a irrumpir en la cotidianeidad del niño protagonista, del niño lector. Arriban acompañadas de instrucciones precisas: solamente podrá abrir una cada día de la semana. La caja pequeña el primer día, la caja más grande el último. En cada una de las cajas encontrará, según las instrucciones del tío, un “algo” y una “cosa”. El “algo” –vago y promisorio- será una historia. La “cosa”, un objeto. La historia le dirá qué hacer con el objeto y de esta manera empieza el juego.
Escribí los cuentos envueltos en cajas basándome en las tradiciones narrativas egipcia, china y de la India británica. Lo exótico es la envoltura, el papel de China que envuelve sucesos que puede vivir cualquier niño de ocho, nueve, diez años. Es lo cotidiano envuelto en maravilloso, suspendida la acción al final de cada capítulo para prometer el desenlace de la historia en la caja siguiente.
Algunos de los personajes de las narraciones egipcia y china son históricos. El niño lector conocerá como relato y como deleite fragmentos históricos que podrá ahondar en otros textos. Algún lector adulto podrá reconocer en la parte egipcia ecos del Sinuhé de Mika Waltari, en la parte china pinceladas de los Cuentos Orientales de Marguerite Yourcenar y encontrará al Kim de Rudyard Kipling en la parte india.
El niño lector, el curioso niño lector no solamente podrá hacer más grande su regalo si investiga, si se deleita en otros libros, sino si vincula su lectura con la multiplicidad de enlaces que pueden realizarse en los espacios académicos, lúdicos y sociales de la red. En este libro que recrea tradiciones milenarias, aparecen las computadoras y el lenguaje internet con la naturalidad con que los niños nacidos a finales de la década de los noventa del siglo pasado y en la primera de este siglo XXI, viven los medios cibernéticos. Internet es productor y medio de entretenimiento, pero nosotros los lectores, los escribientes, al mismo tiempo que nos entretenemos con las posibilidades divertidas de la red, somos productores de cultura a través de la red.
Las Cajas de China pretende producir en la psique de sus lectores el ambiente del regalo, de la fiesta de cumpleaños. Cuando yo era niña el mejor regalo que podía recibir era un libro –si eran varios, mejor-. Porque un libro es un regalo de destino, es como un dedo de luz tocando al elegido. Del mismo modo en la primera página del libro el niño protagonista (que apetece un regalo de la modernidad, un juego de video que le dará prestigio en su grupo social) es tocado por su destino envuelto en papel de China. Y es un destino de aventura, de crecimiento, de transformación intelectual, espiritual.
¿Qué es un regalo si no lo abrimos? Es una alegría inactivada. Una experiencia de transformación desperdiciada. ¿Qué son milenios de cultura, de civilización, de belleza si no los conocemos? Tres hojas aburridísimas en algún manual de historia. ¿Qué es un libro si no lo leemos desde nuestra pasión, desde nuestra posibilidad de aventura, desde nuestra oportunidad de crecimiento?
El libro para niños que quise escribir, que fuera un regalo, que no terminara nunca, que pudiera transmitirse oralmente… se convirtió en Las Cajas de China. Al terminar de envolver la última caja, al terminar de escribir el último cuento, comprendí que mi mayor anhelo era que en esas cajas, en ese libro hubiera algo más, algo más grande que mis propias intenciones al escribirlo. Entonces, en ese libro, me dije, ha de guardarse algo inasible e inconmensurable: las expectativas del propio niño lector, que deben irse generando, agrandando página a página hasta llegar al final.
Y en ese final, en esa caja que se abre en la última página, debe aguardar algo tan grande como las expectativas generadas y crecidas del niño lector: él mismo, su propia historia.
Resumen de Las Cajas de China
Análisis literario de Las Cajas de China.