En el poema, la voz recoge cosechas de mirada. Porque siguiendo a Sócrates en el Cratilo, sólo el hombre da razón de lo contemplado y por eso se llama anthroopos o contemplador de lo visto.
Sólo en el lenguaje-poema, puede el contemplador manifiestar la realidad contemplada tal y como la da a luz a través de sus ojos. Porque él la hace, desde la unidad con ella, desde su logos. Y a su logos, a la unidad, la devuelve vuelta poema.
Pero la unidad ha sido expulsada del discurso y las imágenes huérfanas no tienen a dónde regresar. Las aqueja la inconexión que reumatiza el lenguaje al que ya por el tiempo, ya por falsos embellecimientos ha quedado desfigurado y de tanto cuidarse de repeticiones y cacofonías, de precaverse de caer en débiles dulzuras, temeroso de mostrarse cavernario, de olvidarse de citar la fuente de donde obtuvo el nombre, no es capaz de decirle pan al pan ni vino al vino.
Contemplador incrédulo. Anthroopos que deja el templo y ya no considera. Ha devenido en observador. Pero aún observador desprovisto del bastón curvo de los augures y de su túnica blanca -lienzo de las palabras infinitas que provee el cielo- el hombre puede experimentar la unidad y la libertad en el acto supremo de la contemplación.
Y así podrá mirar el agua y beberla y decir sin temor de repetirse qué agua tan agua y bañarse en la fuente del origen, que no requiere ser citada porque es como el centro que está en todas partes; de la que brotó el nombre de Pegaso y Pegaso mismo y con él, las alas.