Siempre el pasado me aguarda en el futuro
En un sueño de palabras...
Un pueblo lleno de bestias, de Francisco Hinojosa
By
María García Esperón
-
noviembre 08, 2009
8 nov 2009
"Como quien dice, Cerro Viejo era un pueblo muy serio".
Si quien lo dice es Francisco Hinojosa, quien lo ilustra Manuel Monroy y quien lo edita es El Naranjo, el resultado serán incontables lectores encantados.
En la portada de este notable libro álbum, aparece la carita de un niño prisionero en una especie de torre. Unas rejas dificultan que el lector distinga su rostro, que el niño abandone su encierro. Un poético barquito de papel está posado sobre los barrotes.
Y abrimos el libro...
... y es un libro con aroma. Huele a color, huele a árbol, a infancia, a imaginación y a isla desierta. Huele, (¡de verdad que huele!), a papel trabajado con sueños.
Los niños lo detectan. Huelen también la autenticidad de su narrador a distancia. Aceptan la existencia de Cerro Viejo, ese lugar tan serio, donde no se escuchan ruidos ni gritos ni hay juegos, compadecen a Leobardo, pobrecito, oprimido por el silencio y la austeridad que sus padres, abuelos y diecisiete tías le convierten en una soledad tan seca que el niño está que se muere de sed.
En el comedor de altas sillas y paredes encaladas, sobre la sopa de Leobardo se encuentra un barquito de papel, un trémulo punto de fuga que Manuel Monroy convierte a la vuelta de esa página en una gloria del azul, en un gozo del agua.
En su barca libertadora, Leobardo lleva su libro de piratas, una vela, su atado y mordisquea una galleta de munición, porque Manuel Monroy sabe soñar marineros. A golpe de remo y a otra vuelta de página Leobardo y sus lectores llegan al lugar de los juegos, lleno de canciones y risas, con una pelota blanca como la luna, donde la gente mide poco más que un metro de altura. ¡Es un pueblo de niños!
Leobardo ha llegado a Tierra Dulce y conoce el sabor del paraíso.
"En ese tiempo Leobardo aprendió a jugar a las canicas, a treparse en los árboles, a meter goles, a reír, a cantar y a bailar. Comía, al igual que todos, las frutas y las verduras que se daban en árboles y plantas de los alrededores. Y participaba cada dos días en el grupo de niños encargados de ir a pescar".
Pero "en ese tiempo" no puede durar mucho. Se pierde el paraíso. Llegan los regaños y los largos sermones, un papá muy alto y muy serio se lleva en los brazos a un Leobardo muy pequeño y muy asustado. Solidario, uno de los niños le muestra el barquito de papel: en un gesto de elocuencia infinita y silenciosa, sostiene la esperanza en la punta de los dedos.
A la mitad del libro las cosas están muy mal, muy oscuras. Es un callejón sin salida. Los adultos no son malos, están oprimidos por un Alcalde feroz, es él quien detesta a los niños y quien es capaz de darles cran (con las aterradoras implicaciones del coloquial eufemismo) a todos los padres de Cerro Viejo si no reducen a sus hijos al silencio, si permiten que se entreguen a los juegos ruidosos, si los pequeños pies se tropiezan y ríen en las calles del pueblo. Es por su bien que los recluyen, por su bien que les prohíben la canción. A estas alturas ya nos dimos cuenta que el fabulador nos ha metido en una historia muy honda, muy honda, de esas que tienen pliegues, capas y guardan una almendra en su interior y producen resonancias y nos dan agua para lavar la cara a nuestros recuerdos. Tantos sueños que dejamos de soñar, tantos viajes nunca empezados, vocaciones desatendias, tantas canciones sin cantar, tanta poesía sin nacer y amores sin amar por ese miedo inoculado. ("Está prohibido porque está prohibido y punto"). Los niños lectores siguen valientes la historia. Los niños que fuimos se nos van tras ellos y atienden el llamado que a Leobardo hace el pirata Francis.
Separar las ilustraciones del texto es imposible en esta acertada aleación entre Francisco Hinojosa y Manuel Monroy. Dice el ilustrador que para establecer la geografía de Cerro Viejo se inspiró en la Peña de Bernal, en el estado mexicano de Querétaro. La presencia de la enorme roca (tercera en tamaño después del Peñón de Gibraltar y del Corcovado brasileño) proyectando su sombra sobre el pueblo fue traducida por Manuel Monroy en el pueblo entre montañas, casas blancas y techos rojos, silenciosos, solitarios, con el que se abre el mundo de Leobardo. Los espacios interiores son casas de techos altos, dimensiones adultas que empequeñecen todavía más a los niños, paredes encaladas, fotografías de serios ancestros, ambientes lorquianos -alguna Rosita la soltera habría entre las diecisiete tías de Leobardo-. Y cierta austeridad y blancura andaluza puede rastrearse en el genoma del pincel de Manuel Monroy.
Un pueblo lleno de bestias es un libro encantador en el sentido original: nos canta con sus palabras y sus imágenes, nos hace retornar a nuestro mundo encantado, con su aroma nos envuelve y nos lleva a un Cerro Viejo y a una Tierra Dulce donde los niños tienen, como quien dice, la razón.
Lo dice Francisco Hinojosa.
Y lo ilustra Manuel Monroy.
Un pueblo lleno de bestias. Francisco Hinojosa. Il. Manuel Monroy. Ediciones El Naranjo. México, 2009.
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