En un sueño de palabras...

Peligro en la Aldea de las Letras: ¿Toda palabra es mágica?

8 jun 2008



Este es el texto que leí durante la presentación del libro de María Eugenia Mendoza Arrubarrena, el 7 de junio de 2008 en la Casa de las Humanidades de la UNAM.

A María Eugenia Mendoza Arrubarrena la conocí entre libros, por los libros y finalmente, en un libro. Leí su novela El Lindero en las primeras horas de 2008 y quedé capturada por su capacidad de fabulación y por la manera tan personal y efectiva que tiene de involucrar en el texto referencias de la vida cultural de nuestro país, noticias periodísticas, semblanzas de las personalidades de nuestra cultura y por si fuera poco, platillos y antojitos de la gastronomía mexicana.

Nada escapa a su capacidad de asombro. Da la impresión de que todas las mañanas se va de cazadora de maravillas, de curiosidades y de motivos que reunirá después en un libro. Y es en este libro, Peligro en la Aldea de las Letras donde María Eugenia ha reunido una infinita colección de asombros.

Dice Gaston Bachelard que escribir un libro o leer un libro es hacer el mundo bello dos veces. María Eugenia hace el mundo bello dos veces y no solamente bello, sino apetitoso, emocionante, lleno de puertas y de puertos, de ventanas, balcones y puentes.

En lo personal, me fascinan las obras literarias que ponen en contacto el mundo de la fuerza creativa de la psique humana, o sea, el mundo de lo maravilloso, con el mundo real. Desde el Poema de Gilgamesh, pasando por la Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, las aventuras de Don Quijote y Pedro Páramo, lo real abreva en la fuente de las sombras, de los fantasmas.
Se nutre de espíritu, de fuerza, se vuelve a coser las alas. Lewis Carroll en su Alicia abre una puerta por la que circulan magias. Michael Ende en la Historia sin fin abre un libro y las bullentes fuerzas creadoras barren con el personaje que lo abre y con el lector prevenido o no.

María Eugenia abre una puerta en este libro y además nos provee de un puente y de un peligro. La puerta nos lleva, junto con Hilaria, la niña protagonista, a la Aldea de las Letras, el increíble lugar donde se fabrican las letras con las que expresamos por escrito las palabras del idioma. Y todo toma el color de la aurora –como en el verso de Paul Eluard-. Te sientes en un mundo vivo por encima de los trajines del devenir, de la cotidianidad, en el reino de los colores primeros, como el de aquella canción francesa: el azul de los libros de imágenes.

Te sientes en un tiempo vivo, en un fluir que no es horizontal y prosaico, sino vertical y poético, emocionante, en el lugar de las primeras impresiones, de los primeros colores, de los primeros y melodiosos sonidos.
Cuando, queridos lectores, se encuentren en el Jardín de las Primeras Letras de esta Aldea prodigiosa, respirarán a pulmón profundo la belleza de la lengua, de nuestra lengua, de todas las lenguas… de las letras, de nuestras letras, de todas las letras.

Decía que María Eugenia también nos brinda un puente. En la novela el puente es un lugar delicado, el sitio donde el orden pende de un delgado hilo y cualquier conducta irreflexiva puede provocar el caos. Hilaria, la protagonista, lo experimenta y vive las consecuencias de ser una irreflexiva boquifloja. “La escritura no es un juego, es divertida, grandiosa, maravillosa, creativa pero no es cosa de juego”.
Las letras son un asunto muy serio, aunque la escritora lo aborda con un humor delicioso. En la tradición cabalística, una sola letra puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, recordemos al golem y su palabra grabada en la frente. Emet es vida y al borrar la E queda Met, que es muerte y el golem hecho de basta materia se desintegra. Los antiguos egipcios nos legaron la concepción de los jeroglíficos como palabras sagradas, palabras de los dioses, receptoras de vida y vivas tan intensamente que en algunos casos los escribas representaban a la serpiente en dos partes o con una estaca clavada para evitar que mordiera.

Y el peligro: el miedo vivifica, enseña a estar vivo. El que algo esté en peligro, en este caso la mismísima Aldea de las Letras, despierta la necesidad de defenderlo. Nos pone en estado de alerta, nos alarma. ¡Al arma! Y nos hace tomar las armas –las letras- para convertirnos en nuestros propios héroes.

La lectura de este libro nos hace sensibles a nuestro papel de creadores de lenguaje, de guardianes, de defensores, de responsables de su belleza. Y lo más estremecedor es que Peligro en la Aldea de las Letras está dirigido a los niños. Porque los niños son los principales creadores, guardianes, defensores y responsables de la juventud eterna de la lengua. Porque los niños nos enseñan a tener hambre de vida, a creer en los concursos –aquí encontrarán un apasionante concurso de ortografía- a descifrar signos premonitorios como si se tratara de letras –también encontrarán una adivinadora-.

Los niños nos enseñan no a soñar, porque todos soñamos, sino a creer en nuestros sueños, los niños nos enseñan a tener fe. Fe poética. La misma que nos lleva al infierno, al purgatorio, al paraíso con Dante; a la cueva de Montesinos con Don Quijote, a Liliput con Lemuel Gulliver. De todos esos lugares regresamos transformados. En todos esos libros, al cerrarlos, hemos experimentado que nuestro ser ha crecido, se ha expandido. Lo mismo, queridos futuros lectores de este libro, ocurre después de haber estado en la Aldea de las Letras.

También me gusta mucho comparar algunos libros con la botella que tiene un genio encerrado. Sólo sale para quien sabe abrirlo y en muchos casos hay que decir la palabra mágica. Pues este libro se trata precisamente de palabras. De palabras mágicas. ¿Todas las palabras son mágicas? Para los grandes escritores y en los grandes escritores toda palabra es mágica. María Eugenia Mendoza Arrubarrena lo demuestra con creces en Peligro en la Aldea de las Letras.