Chavezmaya en 1996
Marco Aurelio Chavezmaya es un poeta. Nada más. Nada menos. Es hombre de palabra clara, del silencio dueño. Ganó el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009, que le fue entregado en una solemne y emotiva ceremonia el 3 de diciembre en el Castillo de Chapultepec. Esa mañana de triunfo, esa jornada auroral ha estado precedida de otras auroras, de otros premios, de otras palabras. Poesía, siempre. Como la que en espiral se eleva en esta conversación que sostuvimos durante los últimos días de 2009 y los primeros de 2010
(María García Esperón).
¿Qué piensa "el niño eterno que te acompaña siempre" del Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños que has obtenido?
El niño eterno no se la cree todavía. Ese niño que odiaba los nopales navegantes y escribía su nombre con sopa de letras, que cargaba su silencio y su anemia como un trofeo, que entraba a las cuevas del cerro de su pueblo a tocar las barbas del diablo, que se robaba los ciruelos amarillos del huerto vecino y se empachaba de capulines rojos, que jugaba trompo, balero y canicas, ese niño me mira con cierta desconfianza, con azoro, y desde el fondo del alma parece reclamarme un poco el haber revelado algo que sólo a nosotros, él y yo, concernía: la agridulce sustancia de la intimidad y la memoria. Pero claro que, por otra parte, el niño está feliz pues como a casi cualquier niño, a éste también le fascina salir al balcón y mirar la mañana y ver el desfile de la vida por la calle. ¿Qué quieres que te diga? El niño me sonríe, socarrón, desde el fondo del espejo.
Siempre fui un niño de huertos
¿En qué momento de tu vida comprendiste que eres poeta?
La respuesta será larga porque la pregunta lo merece. El título de poeta es uno de los más difíciles de alcanzar. La Universidad de la Vida es la única en el mundo que ofrece esa carrera. Y yo estoy empezando apenas. Hacen falta cursar y aprobar incontables materias. La mayoría deserta. Voy a citarte las palabras (que de seguro conoces) de uno de los egresados más emblemáticos, Rainer María Rilke, quien escribió:
“Para escribir un solo verso se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias.
Para escribir un solo verso, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las flores al abrirse por la mañana.
Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hace tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aclarado aún; en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que volaban muy alto y temblaban con todas las estrellas... y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto.
Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a otra; de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes recién paridas, que se cierran.
Es necesario aún haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que llegan a golpes.
Y tampoco basta con tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues los recuerdos mismos no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos, se eleve la primera palabra de un verso.”
¿Conseguir algunos versos válidos, lograr edificar un pequeño buen poema, eso me hace poeta? No lo sé. Lo que puedo decirte es que he aprendido con los años a enfrentar con mayor honradez la escritura. Antes era demasiado espontáneo, demasiado irresponsable, y daba a la luz textos descuidados. Ya no lo hago. Me guían los versos del poema “Invocación” de mi amigo y hermano Efraín Bartolomé, te lo cito completo porque vale la pena:
Lengua de mis abuelos habla por mí
No me dejes mentir
No me permitas nunca ofrecer gato por liebre
sobre los movimientos de mi sangre
sobre las variaciones de mi corazón
En ti confío
En tu sabiduría pulida por el tiempo
como el oro en pepita bajo el agua paciente del claro río
Permíteme dudar para creer:
permíteme encender unas palabras para caminar de noche
No me dejes hablar de lo que no he mirado
de lo que no he tocado con los ojos del alma
de lo que no he vivido
de lo que no he palpado
de lo que no he mordido
No permitas que salga por mi boca o mis dedos una música falsa
una música que no haya venido por el aire hasta tocar mi oreja
una música que antes no haya tañido
el arpa ciega de mi corazón
No me dejes zumbar en el vacío
como los abejorros ante el vidrio nocturno
No me dejes callar cuando sienta el peligro
o cuando encuentre oro
Nunca un verso permíteme insistir
que no haya despepitado
la almeja oscura de mi corazón
Habla por mí lengua de mis abuelos
Madre y mujer
No me dejes faltarte
No me dejes mentir
No me dejes caer
No me dejes
No.
Dime, María, ¿qué más puedo responder después de eso?
Nada más. Sólo un bello silencio. Por favor, describe tu vivencia al terminar de escribir El niño en su casa del árbol de la vida.
Al terminar el poemario advertí que había estado trabajando en él durante de cinco años. La vivencia más clara entonces fue la satisfacción, el placer de haber logrado un poemario redondo y a mi gusto. Entendí que detrás de esa poda realizada a lo largo de los meses y los años había una voluntad de alcanzar la belleza de lo bien hecho, pues de las primeras versiones a las últimas hubo numerosas y fecundas correcciones. Si me preguntaras cuál es una de mis aspiraciones como escritor, te diría que es lograr la belleza que guarda todo oficio para quien sabe respetarlo. Eso también lo aprendí de mis padres y abuelos: el placentero deber de esforzarse por hacer un buen trabajo.
Con Luis Nishizawa
¿Escribirás más poesía para niños?
Sí, si Dios da licencia (como decían los señores de antes) seguiré escribiendo poemas para niños, igual que seguiré escribiendo cuentos para niños, cuentos eróticos para señoritas, cuentos y novelas para todas las edades, crónicas para rebeldes, discursos para vivir… Tengo proyectos literarios muy específicos, pero ello no impide que de pronto brinquen los renglones, adscritos a cierto género que no esté considerado ese día en el programa. Las palabras de un poema (o de un cuento, o de una novela) no piden permiso, no tienen respeto a los proyectos y programas, por muy disciplinados que éstos sean. La verdad es que no sé qué escribiré el día de mañana. ¿Quién sabe lo que espera a nuestros huesos, María? La única certidumbre es que seguiré escribiendo.
Tal vez lo que nuestros huesos se merezcan, Marco Aurelio. Y dime ¿cuáles son los ríos -literarios y vitales- que fueron a desembocar en tu poemario ganador?
Para darte una respuesta tendría que contarte mi vida. Ya mencioné la intimidad y la memoria de mi propia infancia. A partir de ellas puedo destacar tres ríos esenciales que han nutrido de alguna manera esta obra. Uno es la tradición oral, desglosada en todas esas historias, rondas, adivinanzas, retahílas, coplas, trabalenguas, poemitas, epigramas, dichos, que leí o escuché de niño-adolescente; otro caudal serían los poemas del Declamador sin maestro, o Cien poesías escogidas, esos libritos en edición popular que no faltaban en nuestras casas. ¿Cuántas veces repasé sus páginas? Conservó intactos en la memoria incontables versos: “Quiero morir cuando decline el día, / en altamar y con la cara al cielo; / donde parezca un sueño la agonía, / y el alma, un ave que remonta el vuelo.”; “En torno de una mesa de cantina, / una noche de invierno, / regocijadamente departían seis alegres bohemios.”; “Y que yo me la llevé al río/ creyendo que era mozuela, / pero tenía marido…”; “Tabernero, voy de paso/ dame un vaso de tu vino/ que me quiero emborrachar/ para olvidar este cruel destino/ que me hiere sin cesar…”; “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis...”. Naturalmente, uno de los clímax de esas lecturas era aquel Nocturno del vate malogrado Manuel Acuña:
Pues bien, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto,
y al grito que te imploro
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión…
Por mis ojos desfilaban los Gutiérrez Nájera, Diáz Mirón, Amado Nervo, Pablo Neruda, García Lorca, Juan de Dios Peza, Paul Geraldy, López Velarde, como si fuera la alineación de un equipo de futbol. Muchos de los poemas no eran propios para un niño, ¿pero quién, en esa época, se arrogaba el derecho de juzgar o de decidir qué se podía leer y qué no? Mi padre, en su taller de herrería, en tardes de bohemia, nos ponía a recitar a mi hermano y a mí. Y heme ahí, subido en una silla, recitando a Luis G. Urbina: “Era un cautivo beso enamorado/ de una mano de nieve, que tenía/ la apariencia de un lirio desmayado/ y el palpitar de un ave en la agonía...”
Un tercer río muy importante en mi escritura es la tradición musical del cancionero popular que escuché gracias a mi padre y a mi abuelo. Mi abuelo paterno, Tomás Chávez, fue un gran músico de pueblo que aprendió desde niño el arte, sabía leer nota y tocó la trompeta, el trombón, el violín, en la orquesta fundada por mi bisabuelo. Muchas veces gocé en las fiestas familiares al verlo tocar en su violín aquellos valses mexicanos famosos, como Tristes jardines, Alejandra, Sobre las Olas… Mi padre, aunque no siguió el oficio en la práctica, fue y es un apasionado melómano; gracias a él supe desde muy niño de los Churumbeles de España, Los Bocheros, Lola Flores; supe de Agustín Lara, Toña la Negra, Jorge Negrete, Lupita Palomera, Lucha Reyes, Daniel Santos, el Trío Tariacuri, y de algunos “raros” como Carmen Delia Depini, El Trío Cantarrecio, José Agustín Ramírez.
Ahora pienso que esos tres ríos, con su bagaje melódico y literario, me dotaron de un ritmo para versificar, y entiendo que de algún modo aprendí también en ese acervo a comunicar el sentimiento de manera más sencilla. En todo caso, esas serían las fuentes de la que se ha nutrido mi poemario. Habría una cuarta, que corresponde a los sueños, pero esa nos llevaría hacia el mar infinito.
¿Escribes desde la mente o desde el corazón o desde ambos?
Quiero responderte con unas palabras de Juan Domingo Argüelles, extraídas de un artículo que escribió a propósito de la poesía de Efraín: “¿Para qué escribir si no se pone en el poema `la piel y la memoria´? ¿Para qué llenar páginas y páginas si en éstas no palpitan la `tibia soledad´, `el peso del silencio, la claridad, el temblor frío de la inquietud, la tempestad de la alegría´? ¿Para qué escribir, en fin, si la palabra no recupera su poder de nombrar y de hacer sentir las emociones y los sueños `del corazón del hombre´?”.
Eso con respecto a la poesía.
En cuanto a la narrativa, escribo desde el corazón, pero con la mente asomada por arriba del hombro. A mí me parece que la escritura, y todo arte, es el resultado del equilibrio perfecto entre razón y sentimiento. Todo esto tiene que ver (y tú lo sabes muy bien) con la buena armonía entre esa parejita famosa de forma y fondo. Hay escrituras muy bonitas donde no habita nadie, y hay otras que son puro corazón, corazón desbocado, en las que es evidente la escasa presencia de una herramienta, o mejor, de una técnica que dote de las mejores vestiduras a la sangre. Hay que saber encuadernar la entraña, para que la entraña no parezca rastro –o carnicería– sino arte verdadero.
¿Crees que la poesía, el hecho poético, puede transformar el mundo?
No sólo lo creo, sino que estoy convencido. Basta con recordar aquello que millones de personas repiten sin saber bien a bien el peso de lo que están diciendo: “Una palabra tuya bastará para sanarme…”. Una palabra es suficiente para incendiar el corazón de los hombres y llevarlos a la guerra, y también otra palabra es capaz de provocar el fuego del amor. Es dramático y prodigioso el ramillete de sentidos que cada palabra conlleva. La pluma es más letal que la espada, lo sabemos. Y la poesía, que es vida y también lenguaje, vivifica, transforma, ennoblece. Si los criminales que pueblan hoy nuestras ciudades y pueblos hubiesen leído poemas en sus infancias perdidas, o alguien los hubiese acercado más al milagro poético, acaso este país no estaría en las condiciones de podredumbre espiritual en las que se encuentra.
De toda la poesía que has leído y hecho tuya, ¿tienes algún poema o verso favorito?
Ya mencioné algunos versos líneas arriba, aunque todos ellos corresponden a una época muy precisa de mi vida, estacionada en la añoranza. Actualmente hay por supuesto otras preferencias, en mi formación lectora han aparecido ídolos, referencias, esas figuras cuya voz se convierte en fuente de autoridad y belleza. Pienso en Saint-John Perse, a quien admiro y leo con infantil idolatría, pero si me preguntas qué verso me gusta de él, no sabría responderte, pues me fascina el conjunto, el peso absoluto de una obra deslumbrante. En cambio, sí puedo citarte esos versos de Quevedo, con que finaliza su Amor constante más allá de la muerte, “…Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado.”, que yo creo que tendrían que ser el epitafio para la doliente humanidad que somos. De José Carlos Becerra, otro poeta muerto en la flor de su pasión, me gusta mucho un poema, Cosas dispuestas, que propone en su inicio: “Cada palabra es un sitio para mirarte, / cada palabra es una boca para acercarme a ti…”. ¿No te parece, María, que estas líneas son, o podrían ser, una declaración de amor a la propia Poesía? De Jaime Sabines, otra voz entrañable, hay numerosos versos que me tocan profundamente, como “Los amorosos callan./ El amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable…”. ¿Cómo no le pueden gustar estos versos a quien ha sido un individuo silencioso? Otro par de líneas de Jaime: “El diablo y yo nos entendemos/ como dos viejos amigos…”, me hubiese gustado escribirlas. Ah, y hay algo de Joaquín Sabina que me encanta (y tal vez a ti te encante también): “Vivo en el número siete, calle melancolía”. En fin, creo que todo lo que te he citado va dibujando mi perfil de manera irrevocable, ¿no?
Con Joaquín Díez Canedo
¿Cómo fue el encuentro con tu niño interior, el que como tú y como yo nació un 7 de agosto?
En la infancia me rodeó la triste fama de ser un niño callado y muy tímido, un poco torpe. En la escuela hablaba poco, ¿pero de qué iba a hablar con mis condiscípulos de la primaria si ellos no sabían nada de todo ese universo que yo leía, que yo escuchaba, que yo soñaba? Ahora se habla de lento aprendizaje, de autismo, y hay abundante ciencia alrededor de la conducta infantil, pero en mi época en que fui niño ser callado estaba más próximo a ser tonto. Así que el niño que fui creció con el estigma de ser tonto, pero ésta era una consideración que funcionaba para los demás, pues yo nunca me consideré así, al contrario, con frecuencia me sentía un ser adulto metido en el pellejo de un niño; por eso hay un poema en mi libro que dice:
A veces pienso en cosas
que nunca he visto
y extraño una vida
que no he vivido.
Y me asusto.
A veces siento
que soy más viejo
que mi abuelo,
y que este cuerpo de niño
no es el mío.
A veces creo que soy el gato,
que mira con su ojos verdes
el corazón de un gran misterio.
Me preguntas por el encuentro con mi niño interior, pero no ha habido tal encuentro porque jamás, en todos mis años de vida, me he separado de ese niño. Efraín Bartolomé dice: "Ahora el niño se borra. Se desvanece en la neblina. Pero no ha muerto: acaba de nacer. Desde hoy vagará en callejones internos como en un laberinto. En las callejas profundas de mí mismo". En mí el niño siempre fue una presencia que correteó a sus anchas por sus callejuelas, sin morir, sin renacer, siempre atento, siempre vivo. No sé qué más decirte.
Tengo curiosidad, ¿a qué te sabe Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños que has obtenido?
Me sabe a piloncillo, a ponche de diciembre, a amistad, a revelación, a compromiso. Después de veintisiete años de mi primer cuento publicado, creo que apenas ahora estoy por fin iniciando una carrera, y lo hago con pasos sólidos, por lo menos ésta es mi certidumbre.
Con Efraín Bartolomé
Del Diccionario de Marco Aurelio Chavezmaya
Poesía: Madre
Niño: Raíz
Árbol: Hombre
Casa: Fuego
Vida: Sangre