El túnel que se encuentra debajo del templo de Quetzalcóatl revela sus secretos. Miles de objetos (se habla de setenta mil) en lo que se llama una ofrenda -semillas, piedras preciosas, bastones de mando, petates de cestería, simbolo de realeza, discos de pirita, esqueletos de animales (¡escarabajos!) y en las dos cámaras que flanquean el camino, esas misteriosas esferas metálicas, en número aproximado de 300, hablan del espacio sagrado por excelencia para la gente que brotó de este suelo: el inframundo.
Los antiguos teotihuacanos recrearon el viaje a los infiernos de Quetzalcóatl o el infierno mismo en ese túnel. Basta revisar el mito de los nueve infiernos -en pasmosa coincidencia con los nueve círculos que imaginó Dante Alighieri en su Comedia- para comprender el espacio sagrado que quisieron recrear esos portentosos hombres civilizados, nuestra raíz. Las paredes espolvoreadas con pirita, pueden haber sido el recurso plástico que usaron los teotihuacanos para recrear el cielo estrellado. En el mito, los astros surgen del interior de la tierra.
Las declaraciones de los arqueólogos apuntan en el sentido que los constructores de ese infierno cavaron profundamente, hasta los mantos freáticos para incluir en la geografía fundamental de la muerte los ríos subterráneos.
Como toda excavación, la del Proyecto Tlalocan en la ciudad sagrada, tiene sus tiempos y sus riesgos. Peligro de derrumbes, emanaciones de gas radón producto de la descomposición orgánica- impenetrabilidad por acumulación... pero mientras esperamos los resultados que arrojen las peidras podemos consultar los textos, la iconografía, la escultórica de la que están llenos los museos o hacer resonar la sola palabra. Teotihuacan: donde los hombres pueden convertirse en dioses.